martes, 25 de agosto de 2009

Trópico de Capricornio

(...) Era el peor enemigo de mí mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Incluso de niño, cuando no me faltaba nada, deseaba morir: quería rendirme porque luchar carecía de sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni substraer nada. Todos los que me rodeaban eran unos fracasados, o, sino, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Éstos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo para con las faltas, pero no por compasión. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el simple espectáculo de la miseria humana.
(...) Tenía tan poca necesidad de Dios como Él de mí, y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría a su encuentro tranquilamente y le escupiría en la cara.
Lo más irritante era que, a primera vista, la gente solía considerarme bueno, amable, generoso, leal, etc., porque estaba exento de envidia. La envidia es la única cosa de la que nunca he sido víctima. Nunca he envidiado a nadie ni nada. Al contrario, lo único que he sentido ha sido compasión hacia todo el mundo y por todo.